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Conservación y salvaguardia del terroir gastronómico de Portoviejo tras su designación como Ciudad Creativa UNESCO: un enfoque transdisciplinar desde la arqueología y el museo de sitio Cerro de Hojas Jaboncillo.


 

Conservación y salvaguardia del terroir gastronómico de Portoviejo tras su designación como Ciudad Creativa UNESCO: un enfoque transdisciplinar desde la arqueología y el museo de sitio Cerro de Hojas Jaboncillo.

 

Resumen:

Este artículo analiza cómo, en la cuenca del río Portoviejo—territorio donde se asienta la ciudad de Portoviejo, capital de la provincia de Manabí (Ecuador)— la conservación de los vestigios materiales de la cultura manteña (terrazas, silos y utensilios documentados mediante prospección LiDAR en los cerros Hojas-Jaboncillo) y la salvaguardia de saberes culinarios vivos (morcilla, chicha de maíz y viche inventariados en siete parroquias rurales) se integran en una misma estrategia patrimonial. Los estudios científicos impulsados por el Institut de Recherche pour le Développement (IRD)—centrados en el análisis de osamentas y perfil nutricional en laboratorio—revelan que, entre 500 y 1500 d. C., las poblaciones manteñas dispusieron de un sistema agro-marítimo capaz de generar excedentes pese a carencias proteicas en sectores vulnerables, lo que propició la construcción de infraestructura hidráulica hoy visible en el paisaje arqueológico. El trabajo etnográfico confirma que aquellas técnicas persisten, enriquecidas tras el sincretismo traído desde Europa  por nuevos animales de corral y leguminosas. Tras el terremoto de 2016, el Municipio de Portoviejo incorporó ambos planos—material e inmaterial—en su Plan de Ordenamiento 2035: reconstruyó mercados y centros de acopio mientras delimitaba la zona arqueológica en el parque arqueológico de Cerro de Hojas Jaboncillo  y fortalecía la formación en cocina tradicional. Esta convergencia respaldó la inclusión de Portoviejo en 2019 en la Red de Ciudades Creativas de la UNESCO (Gastronomía) y sustenta hoy un modelo de turismo de nicho y desarrollo territorial donde la autenticidad depende, simultáneamente, de la tierra, el mar y la capacidad comunitaria para proyectar sus propios sabores.

 

Introducción y contexto territorial

 

En ese escenario, el patrimonio es un espacio de negociación constante. Las nomenclaturas (“manabita”, “montubia”, “ecuatoriana”) compiten por legitimar determinadas interpretaciones; los pequeños productores ajustan sus prácticas a exigencias sanitarias y de mercado; la estandarización turística dialoga con la continuidad de los rituales locales. Todos estos procesos confirman lo planteado por Sioni (2014): la dimensión cultural se entrelaza con los objetivos económicos, sociales y ambientales de la sostenibilidad. Desde la perspectiva crítica de Laclau (1985), esas tensiones constituyen luchas por el significado, donde las comunidades se esfuerzan por preservar la carga simbólica de sus prácticas alimentarias sin desligarse de los marcos globales que valoran —y a la vez transforman— su herencia.

Este artículo describe la inclusión de Portoviejo en la Red de Ciudades Creativas de la UNESCO, categoría Gastronomía. La red promueve la cooperación entre ciudades que incorporan la creatividad en su desarrollo sostenible (UNESCO, 2025). El 30 de octubre de 2019 la UNESCO añadió 66 urbes y la red alcanzó 246 miembros que reconocen la música, la artesanía, el diseño o la cocina como motores urbanos (EL UNIVERSO, 2019). El análisis toma dos bases. La primera es la misión del Institut de Recherche pour le Développement de Francia, que entre 2004 y 2010 excavó Japotó, pueblo anexo de Portoviejo y documentó osamentas y utensilios ligados a una dieta mar-tierra prolongada. La segunda es el Museo-Centro Cerro de Hojas Jaboncillo ubicado en Portoviejo, que conserva esas piezas y las relaciona con técnicas del patrimonio cultural agroalimentario  vigentes. El artículo sostiene que la investigación osteo-arqueológica y la gestión museográfica forman un mismo proceso de conservación: protegen la materia y, al mismo tiempo, mantienen vivos los saberes alimentarios que sustentan la proyección internacional de la ciudad.

 


La gastronomía de Portoviejo se desarrolla en la cuenca del río del mismo nombre, un territorio de 2 086,99 km² que reúne zonas de cultivo, espacios rurales y los núcleos urbanos de las poblaciones  Portoviejo, Santa Ana y Rocafuerte. Dentro de esta cuenca, la ciudad de Portoviejo ocupa 418 km². El sistema hidrográfico registra un perímetro de 303,44 km y una longitud de 121,95 km: nace en la parte alta del río Chico, incorpora los esteros que forman el embalse Poza Honda y desemboca en el océano Pacífico; su ancho medio es 31,99 km (Cartay, 2019). Las prácticas alimenticias que emergen en este espacio integran recursos agrícolas, fluviales y marinos y conforman la base alimentaria de la provincia de Manabí en Ecuador, y por lo tanto su terrior y productos alimenticios que otorgan la fama y reconocimiento gastronómico a esta región.

El terroir se define por la singularidad, origen y permanencia de un producto, atributos que combinan nutrientes y técnicas del suelo con el contexto socio-económico y los significados culturales del lugar (Riviezzo 2016). En Portoviejo, el plátano verde de las laderas, el maíz de los valles y el producto ictiológico del mar  conforman un gusto local comparable al goût du terroir del que habla Trubek (2008): sabores que evocan la memoria de una huerta familiar, un estero o un barco pesquero y que identifican a la cuenca del río Portoviejo tanto como las terrazas manteñas (500 a/c 1500 D/C). Este anclaje material se amplía con las relaciones sociales que sostienen las cocinas rurales; cuando esos alimentos viajan a mercados lejanos —restaurantes manabitas  en Quito o Madrid y  festivales internacionales— atraviesan el proceso que Grasseni (2005) denomina “comodificación patrimonial”: se adaptan a nuevos públicos sin perder la carga simbólica que los liga al territorio, siempre que la comunidad mantenga el control sobre sus símbolos y técnicas. De este modo, la autenticidad del agro-patrimonio portovejense depende tanto de la tierra y el mar como de la capacidad local para gobernar la proyección de sus propios sabores.

En los 2 086 km² de la cuenca del río Portoviejo se han desarrollado, desde época precolombina, sistemas de conocimiento que permiten gestionar excedentes y afrontar escasez provocada por el fenómeno  deñ Niño, terremotos o epidemias. Entre 2004 y 2010, el Institut de Recherche pour le Développement excavó el sitio manteño la cuenca del río Portoviejo, conocido como Japotó (500-1500 d.C.) y halló utensilios y restos domésticos ligados a la élite de un cacicazgo, con rastros de dietas deficitarias (Bouchard, 2010). En 2018, el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural documentó la preparación de recetas en misma región; el estudio etnográfico mostró mejores indicadores nutricionales en las comunidades rurales que conservan esta técnica, debido al uso de animales granja traídos por los europeos (Holguín, 2018). La combinación de arqueología, bioantropología y etnografía confirma la continuidad y adaptación de los saberes alimentarios en la cuenca del río Portoviejo.

Marco Teórico: Patrimonio Material versus patrimonio inmaterial agroalimentario.

 

El patrimonio agroalimentario inmaterial arraigado en la cuenca de Portoviejo —cultivos, técnicas y saberes locales— sostiene la forma de cohesión que Durkheim (1893/1997) denominó solidaridad mecánica: la vida colectiva se articula mediante oficios, valores y símbolos comunes. Herramientas, gestos y recetas funcionan como códigos de transmisión cultural; Berger et al. (2019) subrayan que esos códigos encarnan la comunicación social, y Franco (2004) recuerda que la invención de utensilios de piedra y barro inauguró el arte culinario al ampliar la dieta humana. No obstante, cuando los alimentos ingresan en circuitos comerciales corren el riesgo de separarse de las comunidades que los producen, tal como advirtió Marx (1967). De ahí que la protección de los restos materiales —terrazas, plataformas, silos— resulte inseparable de los usos culinarios que les otorgan sentido en el presente.

La patrimonialización de la gastronomía de Portoviejo articula dos dimensiones inseparables. Por un lado, la material: terrazas, silos y utensilios manteños que el museo de sitio conserva y la planificación urbana integra. Por otro, la inmaterial: técnicas como la morcilla, la chicha de maíz o el viche, inventariadas con participación comunitaria. El paso de la “dieta” a la “actividad cultural” señalado por Howard (2003) y reforzado por la UNESCO ha dado a estos bienes un marco de protección que equilibra valores ambientales, económicos, sociales y culturales (Di Giovine 2016; Diana Rahman 2021).

Su legitimación combina autenticación “fría” —certificación nacional, ingreso en la Red de Ciudades Creativas— con autenticación “caliente”, generada por las propias comunidades (Zocchi 2021; Bessière 2019; Cohen 2012). Ese doble sello convierte la cocina manabita en eje de nuevas experiencias de turismo íntimo y refuerza una visión de patrimonio donde lo tangible y lo intangible se sostienen mutuamente dentro de la misma estrategia de desarrollo sostenible (Smith 2006).

Los estudios históricos y científicos coinciden en que la cocina de Portoviejo está íntimamente ligada a la dinámica física de su biorregión. La cuenca muestra hundimientos y levantamientos cuaternarios que originaron terrazas aluviales hoy fragmentadas por ríos jóvenes. “Estos valles junto al río Portoviejo presentan una morfología casi plana y de poca pendiente; la migración lateral de los cauces y los episodios de El Niño han provocado erosiones masivas cuyos sedimentos reconfiguraron la geomorfología de la cuenca” (Aguirre, 2005). Esa misma tectónica, combinada con lluvias extremas asociadas al ciclo Niño-Oscilación del Sur cada 7-8 años, hace que la región sea propensa a terremotos e inundaciones (INOCAR, 2020). Ingredientes, calendarios agrícolas y técnicas de conservación nacen de esta relación con un paisaje cambiante.

Evidencia Científica: Arqueología antropología y paisaje

 

Terremotos, sequías e inundaciones han exigido respuestas creativas y resilientes a las poblaciones de la cuenca del río Portoviejo. Los estudios bioantropológicos de la misión francesa del IRD lo confirman. Delaberde, en “Salud, enfermedad y muerte en la población manteña de Japotó”, muestra que durante el período de Integración entre los manteños (Civilización nominada en esa época a las acutales poblaciones) existía una subsistencia relativamente estable, aunque limitada por dietas pobres y episodios epidémicos; la esperanza de vida rondaba los 22 años (Delaberde, 2010). Ubelaker (1995) ya había señalado que la concentración sedentaria de los asentamientos—sin animales de carga y con agua de baja calidad—favoreció infecciones y desnutrición. El análisis de esqueletos excavados en el estuario del Portoviejo reveló hipertosis parótica (anemia) y periostitis, pero también un consumo mixto: maíz y vegetales aportaban carbono y colágeno, mientras los recursos marinos elevaban los valores de nitrógeno a 15 ‰, nivel similar al de otras culturas latinoamericanas con baja ingesta proteica animal.

Bouchard (2010) señala que la llanura baja del río Portoviejo reunía condiciones poco frecuentes: acceso directo al medio marino para la pesca y el comercio costero, junto con suelos aluviales fértiles aptos para la agricultura. Esta doble ventaja permitió a las poblaciones manteñas producir excedentes ricos en ácidos grasos omega-3; dichos recursos se plasmaron en la iconografía utilitaria—motivos de peces, moluscos y plantas sobre vasijas—que regulaba el servicio de los alimentos y reflejaba su jerarquía social. El análisis ictiológico de Béarez (2006) confirma la explotación de unas cincuenta especies de aguas profundas frente a la boca del Río Portoviejo, entre ellas cuatro taxones de tiburones y un predominio (≈30 %) de carángidos, prueba del alcance marítimo de estos grupos. Pese a esta aparente abundancia, los restos óseos registran periostitis, indicio de infecciones crónicas. Hord (2013) sugiere que un consumo excesivo de grasas poliinsaturadas puede comprometer la respuesta inmunitaria, hipótesis que ayuda a explicar la paradoja dietaria observada en la cuenca.

 

Ese entramado simbólico se ancla en los cerros Hojas-Jaboncillo, núcleo de la cultura manteña. La mayor parte de los materiales del Centro de Investigación Cerro de Hojas Jaboncillo—vasijas, comales y tiestos finos—proviene de estas lomas. Crónicas tempranas ya señalaban su importancia: Salvador (2005), citando a Jijón y Caamaño, describe plataformas escalonadas con escalinatas orientadas al mar, posiblemente un santuario del Formativo Tardío. Prospecciones recientes confirman la escala del complejo: más del 50 % de las estructuras inventariadas son cimientos; las plataformas representan casi la mitad restante, mientras las depresiones son mínimas (Veintimilla, 2011). El paisaje fue modelado para la agricultura: terrazas que captan bruma y conducen agua por gravedad. Así lo resume Hidrobo: el poblamiento de Hojas-Jaboncillo “se explica por el recurso agua condensada en el bosque nublado, garantía de una agricultura estable y de una ubicación estratégica” (Marcos, 2013; Hidrobo, 2016). En conjunto, la materialidad arqueológica y la semiótica culinaria muestran cómo la gestión del agua, la arquitectura y los rituales alimentarios formaban un mismo tejido cultural, hoy conservado y reinterpretado por el museo y las comunidades locales.

Las cerámicas, utensilios y recetas registradas en la cuenca han  cumplido funciones prácticas: constituyen un sistema de signos que organiza sabores, texturas, aromas y colores. Una lectura hermenéutica, apoyada la sociología, permite entender las cocinas prehispánicas como redes de símbolos que regulan el saber culinario. Para Julio Pazos, estos códigos y técnicas “pertenecen al patrimonio cultural y se transmiten de generación en generación; su uso social y ritual expresa la visión del mundo forjada en la historia de un pueblo” (Pazos, 2005).

Los registros de campo más recientes indican que gran parte de las estructuras del cerro Hojas conserva su planta y, en muchos casos, los cimientos completos. Al comparar el índice de conservación con el del vecino cerro Jaboncillo se observa una diferencia: Hojas exhibe más alteraciones. La causa probable es su proximidad a asentamientos como La Sequita–Pepa de Huso y La Estancia de Las Palmas (cantón Montecristi), donde el cultivo y la crianza de ganado favorecieron la tala y la quema de vegetación, así como la reutilización de piedras apiladas para corrales y cercas. Jaboncillo, en cambio, sólo tiene cerca la comunidad urbana de Picoazá, a unos 5 km, cuyos habitantes se dedican sobre todo al comercio y ejercen menos presión directa sobre el cerro. En 2018, el Centro de Investigación e Interpretación aplicó escaneo LiDAR para penetrar la cobertura vegetal y generar un modelo digital del terreno. Los resultados confirman la magnitud del urbanismo manteño: terrazas agrícolas, plataformas ceremoniales y silos para excedentes forman un entramado que demuestra la capacidad de la población para rediseñar el paisaje y crear un sistema agrariourbano sostenible (Jijón, 2018).

Procesos históricos, riesgos, sincretismo e identidades.

Estas evidencias refuerzan la descripción temprana del padre Juan de Velasco sobre la arquitectura monumental de los manteños y revelan la inventiva técnica que sigue inspirando a la Portoviejo actual.

La cuenca del río Portoviejo ha vivido sequías, inundaciones, terremotos y, más recientemente, contaminación antrópica. Estos riesgos han moldeado la inventiva de sus habitantes: en la parte baja dominaron el mar y la pesca de altura; en la parte alta diseñaron sistemas de captación de lluvia para los cultivos. Los cronistas europeos  relataron estas habilidades. Girolamo Benzoni, explorador italiano del siglo XVI, afirma que en Manabí “se come un pan de maíz como en ninguna parte” y describe el consumo de pescado crudo. Décadas después, el jesuita y geógrafo Mario Cicala menciona un plato que mezcla maní, granos y pescado—la sopa representativa de Portoviejo el viche (Regalado, 2017). Probablemente el ceviche ecuatoriano tenga el mismo origen: los mercaderes que navegaban durante semanas adobaban el pescado crudo con vinagre o cítricos y lo complementaban con crustáceos como langostas, langostinos y camarones.

La evidencia arqueológica, bioantropológica y etnográfica indica que las sociedades prehispánicas de la cuenca de Portoviejo lograron sostenerse frente a sequías, inundaciones y epidemias, aunque con limitaciones proteicas que dejaron huellas de anemia y periostitis. La llegada de colonos europeos incorporó nuevos animales de corral—cerdo, res, pollo—y leguminosas que elevaron la disponibilidad de proteínas y micronutrientes, mejorando la calidad dietaria. Sin embargo, la introducción de la propiedad privada, los tributos y el régimen de encomiendas provocó fuertes desigualdades en el acceso a esos recursos.

Este encuentro de tradiciones forjó un sincretismo culinario que ejemplifica los códigos alimentarios descritos por Julio Pazos: un lenguaje histórico donde sabores, utensilios y rituales expresan la identidad colectiva. Los europeos añadieron especias, símbolos y normas que reconfiguraron las jerarquías sociales en las confederaciones costeras. Como advierte Lévi-Strauss, cocina y lenguaje son formas universales de acción humana; los platos preferidos, sus modos de preparación y los enseres empleados revelan vínculos familiares y concepciones de la naturaleza y lo sagrado (Sandoval, 2014).

La “colonialidad del poder, del saber y del ser” (Guerrero, 2010) también atraviesa la mesa. Desde inicios del siglo XX, intelectuales y censos oficiales clasificaron a los habitantes de la cuenca según rasgos fenotípicos y lugar de residencia: montubios en las lomas de la parte alta y cholos en el delta del río. Estas etiquetas, más sociales que culturales, reforzaron diferencias de color de piel, clase y apellido, y fijaron a los pueblos indígenas remanentes en enclaves como Picoazá.

Lucía Rivadeneira (2013), siguiendo la “lógica de la diferencia” de Hall (1995), muestra que la identidad montubia se consolidó al erigir fronteras simbólicas: para afirmarse necesitó excluir a otros grupos. El resultado fue paradójico: hoy el 7,4 % de la población ecuatoriana se autoidentifica como montubia—por encima de indígenas y afroecuatorianos—pero sus prácticas culinarias no se nombran como “comida montubia”. En los registros etnográficos de la cuenca sólo aparece el término comida manaba, gentilicio de la provincia de Manabí, cuya capital es Portoviejo. Así, mientras las categorías étnicas dividen, la gastronomía opera como lenguaje común y bandera de proyección nacional e internacional.

La transmisión intergeneracional de la cocina manaba descansa en normas compartidas que regulan la obtención y preparación de alimentos; tales normas configuran identidades colectivas y preservan saberes en la vida cotidiana (Tello 2017). Estas prácticas, arraigadas en la interacción sim-biótica entre comunidad y entorno, articulan cohesión social y manejo de recursos (Reckinger 2022). El territorio, entendido como una red de vínculos materiales e inmateriales entre actores y paisajes, enmarca esa continuidad más allá de la simple referencia geográfica (Dansero 2013).

La legitimidad de la gastronomía portovejense descansa ante todo en el respaldo de sus propias comunidades y en el capital simbólico que sus platos han acumulado en medios nacionales, festivales culinarios y programas vinculados a la UNESCO. Esta validación “caliente”, anclada en la práctica cotidiana y el orgullo local, se complementa con mecanismos “fríos” como sellos de calidad e indicaciones geográficas, configurando un marco dual que posiciona la cocina manabita como rasgo distintivo dentro del país. Sin embargo, el éxito de ciertas recetas puede generar tensiones: cuando el mercado o el turismo concentran la atención en unos pocos platos, otros saberes, productores o significados corren el riesgo de quedar relegados. Los estudios de patrimonio señalan, frente a ello, una corriente que apuesta por la des-comercialización y el compartir; Durkheim y Mauss ya advertían que toda clasificación simbólica posee un núcleo emocional, idea que Illouz (2012) retoma al analizar la cultura de consumo actual. En turismo esto se manifiesta como “retorno a las raíces” (Charters et al., 2009) y auge de formatos íntimos—cocinas campesinas, estancias de segunda residencia, talleres para grupos reducidos—donde el visitante busca vínculos afectivos más que consumo masivo (Sidali et al., 2013; Trauer et al., 2005). La agenda culinaria de Portoviejo se alinea con tales tendencias al privilegiar experiencias de pequeña escala que exhiben los códigos comunitarios y, de ese modo, mitiga conflictos de intereses y preserva la amplitud de su patrimonio agroalimentario.

Inventario participativo, inventarios y prácticas contemporáneas de las cocinas tradicionales manabitas.

 

La postulación de Portoviejo a la Red de Ciudades Creativas (2018) tomó como punto de partida la evidencia científica generada por la misión del IRD en Japotó y los levantamientos LiDAR en los cerros Hojas-Jaboncillo y los procesos de conservación de evidencia material en el museo de sitio. Si los informes osteo-arqueológicos comprobaron una dieta mixta mar-tierra de larga duración, las plataformas, terrazas y silos detectados en la ladera mostraron la infraestructura agro-urbana que la sostenía. Sobre ese sustrato material se diseñó un inventario participativo de saberes vivo: mujeres cocineras de Calderón (parte alta), agricultores y chicheros de Colón (tramo medio) y pescadores de Las Gilces (delta) documentaron tres técnicas emblemáticas—morcilla, chicha de maíz y viche.

El estudio etnográfico dio lugar a 142 fichas de recetas en las siete parroquias rurales y culminó en 2018 con la primera certificación de Patrimonio Cultural Inmaterial del Ecuador para las cocinas tradicionales de Portoviejo. La distribución de platos refleja la diversidad ecológica ya sugerida por los hallazgos arqueológicos: desde preparaciones con platano verde en Alajuela hasta combinaciones de maíz, habas y bagre en la Delta, pasando por gallina criolla en Chirijos y derivados de cerdo en Abdón Calderón (Holguín, 2018). Así, la línea que va del laboratorio del IRD a las terrazas de Hojas-Jaboncillo y a las mesas rurales actualiza un continuo histórico de producción, conservación y transmisión culinaria que legitima la inclusión de Portoviejo en la red global de ciudades creativas en el presente.

El hilo alimentario que une la arqueología con la mesa actual se percibe con claridad en el uso del plátano verde, ingrediente dominante en la cocina rural de la cuenca. Ya en el siglo XVII los cronistas lo citaban entre las “frutas mansas de la tierra” junto con aguacates, piñas y papayas (Saville, 2010: 75). De su pulpa nacen platos emblemáticos como el corviche y el viche manabita, mientras que sus hojas siguen sirviendo de envoltura para la tonga, técnica de cocción al vapor documentada por Tobar (2016). Cada vivienda campesina mantiene además una ERA—huerto doméstico con orégano, cilantro, cebollín, tomate, pimiento y leguminosas—que complementa la dieta con fibra y micronutrientes.

Esta alimentación conserva un fuerte sello patrimonial: integra saberes sobre pesca, siembra y cosecha regulados por ciclos lunares y lluvias, y se activa en rituales y fiestas donde se comparten gallina criolla o cerdo. Para Michelle O. Fried (2019), nutricionista con enfoque sostenible, dicha cocina aporta al ambiente al desplazar la carne bovina y aprovechar proteína porcina y aviar criada a pequeña escala. “La comida manabita ofrece un sabor y una textura únicos; para mi paladar es la más rica del mundo”, afirma. El menú cotidiano en las comunidades—productos frescos, granos de vaina, carnes asadas u horneadas, achiote casero y hierbas de la ERA—mantiene viva la herencia descrita por las excavaciones del IRD y los inventarios participativos, cerrando el círculo entre pasado material y presente culinario.

 

Post terremoto, gestión e integración de políticas de conservación  y salvaguardia de conservación y salvaguarda del patrimonio cultural agroalimentario de Manabí.

 

El terremoto de 7,8 Mw del 16 de abril de 2016 sacudió Portoviejo y gran parte del país; al día siguiente, los códigos culturales y las redes de solidaridad se activaron con la misma fuerza que las brigadas de rescate. El municipio asumió que la reconstrucción debía ir más allá de lo físico e incorporó el patrimonio inmaterial como pilar de resiliencia: mercados, parques y barrios se concibieron “mejor que antes”, pero también se revalorizaron las cocinas y los oficios que nutren la identidad local.

En ese contexto, el Centro de Investigación e Interpretación Cerro de Hojas Jaboncillo tendió puentes con la sociedad civil y propuso postular a Portoviejo a la Red de Ciudades Creativas de la UNESCO, categoría Gastronomía. La iniciativa fue avalada en 2019 por la Corporación Municipal de Desarrollo y articuló a cocineras, agricultores y académicos en un plan de acción basado en la investigación arqueológica y en los inventarios comunitarios de saberes vivos.

La candidatura se apoyaba, además, en un marco de planificación pionero: Portoviejo fue una de las primeras alcaldías en aprobar su Plan de Ordenamiento Territorial 2035, mientras que—hasta mayo de 2020—212 de las 221 municipalidades del país aún no cumplían la exigencia legal de contar con su PDOT (El Telégrafo, 2020). “Nuestro plan está trabajado no solo como plan ciudad, sino incluso plan barrial”, declaró el alcalde Agustín Casanova, quien subrayó la inclusión de metas de huella urbana y carbono desarrolladas con la Universidad de Nueva York y financiadas por la CAF. De esta manera, la creatividad gastronómica quedó integrada en una estrategia de desarrollo sostenible que combina infraestructura, cultura y acción climática.

Tras el sismo de 2016, el municipio aplicó el plan de ordenamiento territorial y canalizó recursos públicos y de cooperación externa hacia la reconstrucción de infraestructuras vinculadas a la alimentación: mercados rurales, centros de acopio agro-pesquero y corredores peatonales que conectan barrios con zonas productivas. Estas intervenciones se coordinaron con las tareas de conservación del patrimonio material en el complejo Cerro Hojas-Jaboncillo, de manera que la protección arqueológica y el abastecimiento alimentario quedaran integrados en una misma estrategia de recuperación. Al mismo tiempo se fortaleció la formación técnica en cocina tradicional, se normalizaron procesos sanitarios y se promovió la certificación de pequeños productores. Así, el patrimonio material —terrazas agrícolas, plataformas y depósitos excavados— y el inmaterial —recetas, técnicas y circuitos de distribución— se articulan como componentes complementarios del desarrollo urbano y rural en la cuenca del río Portoviejo.

Discusión

 

La salvaguardia de la gastronomía portovejense exige integrar la conservación del soporte material—terrazas, silos y utensilios excavados por la misión del IRD y hoy protegidos en Hojas-Jaboncillo—con la protección de las técnicas vivas (morcilla, chicha, viche) documentadas mediante inventarios participativos. Comer es un “hecho social total” (Poulain 2017) y un “acto social” (Gora 2018); por ello, la continuidad del sistema depende de la participación comunitaria y de nichos turísticos que valoren la autenticidad antes que la oferta masiva. Estrategias de nicho generan relaciones duraderas (Shani et al. 1992) y se sustentan en la reputación construida boca-oído, como muestran los premios obtenidos por cocineras rurales de Portoviejo (Sidali et al. 2013). Siguiendo a Marecotti (2006), es el visitante quien debe adaptarse al producto y a su productor: talleres de tonga, huertos ERA o degustaciones de viche insertan al público en el tejido social que da sentido a las piezas arqueológicas y consolidan, en un solo proceso, patrimonio material e inmaterial.

 

En síntesis, este trabajo partió de los datos científicos aportados por la misión del IRD en Japotó, que documentan la ocupación manteña de la cuenca del río Portoviejo (ca. 500-1500 d. C.). Las evidencias osteo-arqueológicas confirman una navegación costera que sostenía cacicazgos cooperativos y una dieta mixta mar-tierra; los análisis isotópicos de carbono y nitrógeno muestran un aporte proteico suficiente para comerciantes y sacerdotes, aunque los esqueletos infantiles y femeninos registran periostitis y déficits nutricionales que apuntan a crisis epidémicas. Las mismas comunidades canalizaron estos riesgos construyendo terrazas, silos y canales, hoy revelados por prospección LiDAR en los cerros Hojas-Jaboncillo, donde el museo de sitio conserva la cultura material asociada.

La innovación en el patrimonio agroalimentario requiere entender el sector como un sistema dinámico y territorialmente situado, donde los cambios se ajustan a demandas ambientales y sociales, no sólo económicas (Collado et al., 2024). La gestión del conocimiento —tanto en los procesos productivos como en el turismo creativo— es importante  para slavaguardar saberes y sostener la diversidad interna del sistema (Gardeazabal 2023). Herramientas de reconocimiento como las indicaciones geográficas u otros sellos de origen refuerzan la competitividad y, al mismo tiempo, protegen las tradiciones frente a los mercados globales; en regiones con menor transferencia tecnológica, estos instrumentos pueden actuar como palanca para adaptar y mejorar técnicas locales, facilitando la inserción en circuitos comerciales y prácticas turísticas sostenibles (Stranieri 2024).

Conclusiones

Ese patrimonio tangible enlaza con el patrimonio inmaterial que pervive en las cocinas rurales: técnicas, recetas y circuitos de distribución que han resistido sequías, inundaciones, maremotos y el terremoto de 2016. La respuesta posterior al sismo demuestra que los saberes alimentarios siguen actuando como eje de cohesión y, además, orientan políticas públicas de mercado, salud y planificación territorial. Así, la cuenca se presenta como un espacio de resistencia y diálogo intercultural cuyo sentido no reside sólo en los relatos escritos, sino en la práctica cotidiana—lo que Patricio Guerrero denomina “sabidurías insurgentes”. La articulación entre investigación arqueológica, conservación museográfica y gestión comunitaria ha colocado a Portoviejo en la Red de Ciudades Creativas, donde la gastronomía manabita se proyecta como expresión contemporánea de un proceso histórico de adaptación y creatividad.

La investigación demuestra que el patrimonio material de la cuenca del río Portoviejo—terrazas manteñas, silos y cerámicas documentadas con LiDAR—solo cobra pleno sentido cuando se lee junto a las técnicas culinarias aún vigentes (morcilla, chicha de maíz y viche). Los análisis bioantropológicos del IRD confirman que, entre 500 y 1500 d. C., los cacicazgos locales afrontaron sequías y epidemias a través de un sistema agro-marítimo capaz de generar excedentes; esa misma lógica adaptativa resurgió tras el terremoto de 2016, cuando el municipio reconstruyó mercados y protegió las zonas arqueológicas en un solo plan de recuperación. Las acciones de salvaguardia muestran que la autenticidad depende de equilibrar conservación material e inmaterial bajo una gobernanza comunitaria que combine la “autenticación caliente” local con la certificación externa.

Este entramado explica la inserción de Portoviejo en la Red de Ciudades Creativas de la UNESCO: la sinergia entre investigación científica, conservación museográfica y participación de cocineras y agricultores convierte la gastronomía manabita en motor de resiliencia, cohesión social y turismo de nicho. Así, la cuenca se perfila como un territorio de “sabidurías insurgentes”, donde el conocimiento alimentario—transmitido en la práctica cotidiana—articula resistencia cultural y desarrollo sostenible a la vez que proyecta, en clave contemporánea, una larga historia de adaptación y creatividad.

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